ARTE,
REVOLUCION Y DECADENCIA
JOSÉ
CARLOS MARIÁTEGUI
(Publicado
en Amauta: Nº 3, pp. 3-4; Lima, noviembre de 1926. Reproducido en Bolívar: Nº
7, p. 12; Madrid, 19 de mayo de 1930. Y en La Nueva Era: Nº 2, pp. 23-24;
Barcelona, noviembre de 1930.)
Conviene apresurar la
liquidación de un equívoco que desorienta a algunos artistas jóvenes.
Hace falta establecer,
rectificando ciertas definiciones presurosas, que no todo el arte nuevo es
revolucionario, ni es tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo
coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia. Sólo la presencia de
la primera confiere a un poema o un cuadro valor de arte nuevo.
No podemos aceptar como
nuevo un arte que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el
más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo
artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un
espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el
decorado. Y una revolución artística no se contenta de conquistas formales.
La distinción entre las dos
categorías coetáneas de artistas no es fácil. La decadencia y la revolución,
así como coexisten en el mismo mundo, coexisten también en los mismos
individuos. La conciencia del artista es el circo agonal de una lucha entre los
dos espíritus. La comprensión de esta lucha, a veces, casi siempre, escapa al
propio artista. Pero finalmente uno de los dos espíritus prevalece. El otro
queda estrangulado en la arena.
La decadencia de la
civilización capitalista se refleja en la atomización, en la disolución de su
arte. El arte, en esta crisis, ha perdido ante todo su unidad esencial. Cada
uno de sus principios, cada uno de sus elementos ha reivindicado su autonomía.
Secesión es su término más característico. Las escuelas se multiplican hasta lo
infinito porque no operan sino fuerzas centrífugas.
Pero esta anarquía, en la
cual muere, irreparablemente escindido y disgregado el espíritu del arte
burgués, preludia y prepara un orden nuevo. Es la transición del tramonto al
alba. En esta crisis se elaboran dispersamente los elementos del arte del
porvenir. El cubismo, el dadaísmo, el expresionismo, etc., al mismo tiempo que
acusan una crisis, anuncian una reconstrucción. Aisladamente cada movimiento no
trae una fórmula; pero todos concurren —aportando un elemento, un valor, un
principio—, a su elaboración.
El sentido revolucionario de
las escuelas o tendencias contemporáneas no está en la creación de una técnica
nueva. No está tampoco en la destrucción de la técnica vieja. Está en el
repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués. El arte se nutre
siempre, conscientemente o no, —esto es lo de menos— del absoluto de su época.
El artista contemporáneo, en la mayoría de los casos, lleva vacía el alma. La
literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así, sólo se
puede hacer unos cuantos pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque
no tener una fe es no tener una meta. Marchar sin una fe es patiner
sur place. El artista que más exasperadamente escéptico y nihilista se
confiesa es, generalmente, el que tiene más desesperada necesidad de un mito.
Los futuristas rusos se han
adherido al comunismo: los futuristas italianos se han adherido al fascismo.
¿Se quiere mejor demostración histórica de que los artistas no pueden
sustraerse a la gravitación política? Massimo Bontempelli dice que en 1920 se
sintió casi comunista y en 1923, el año de la marcha a Roma, se sintió casi fascista.
Ahora parece fascista del todo. Muchos se han burlado de Bontempelli por esta
confesión. Yo lo defiendo: lo encuentro sincero. El alma vacía del pobre
Bontempelli tenía que adoptar y aceptar el Mito que colocó en su ara Mussolini.
(Los vanguardistas italianos están convencidos de que el fascismo es la
Revolución).
Vicente Huidobro pretende
que el arte es independiente de la política. Esta aserción es tan antigua y
caduca en sus razones y motivos que yo no la concebiría en un poeta ultraísta,
si creyese a los poetas ultraístas en grado de discurrir sobre política,
economía y religión. Si política es para Huidobro, exclusivamente, la del Palais
Bourbon, claro está que podemos reconocerle a su arte toda la autonomía
que quiera. Pero el caso es que la política, para los que la sentimos elevada a
la categoría de una religión, como dice Unamuno, es la trama misma de la
Historia. En las épocas clásicas, o de plenitud de un orden, la política puede
ser sólo administración y parlamento; en las épocas románticas o de crisis de
un orden, la política ocupa el primer plano de la vida.
Así lo proclaman, con su conducta,
Louis Aragón, André Bretón y sus compañeros de la Revolución suprarrealista -los
mejores espíritus de la vanguardia francesa-
marchando hacia el comunismo. Drieu La Rocheile que cuando escribió Mesure
de la France y Plainte contra inconnu, estaba tan
cerca de ese estado de ánimo, no ha podido seguirlos; pero, como tampoco ha
podido escapar a la política, se ha declarado vagamente fascista y claramente
reaccionario.
Ortega y Gasset es
responsable, en el mundo hispano, de una parte de este equívoco sobre el arte
nuevo. Su mirada así como no distinguió escuelas ni tendencias, no distinguió,
al menos en el arte moderno, los elementos de revolución de los elementos de
decadencia. El autor de la Deshumanización del Arte no nos dio una definición
del arte nuevo. Pero tomó como rasgos de una revolución los que corresponden
típicamente a una decadencia. Esto lo condujo a pretender; entre otras cosas,
que ala nueva inspiración es siempre, indefectiblemente, cósmica». Su cuadro
sintomatológico, en general, es justo; pero su diagnóstico es incompleto y
equivocado.
No basta el procedimiento.
No basta la técnica. Paul Morand, a pesar de sus imágenes y de su modernidad,
es un producto de decadencia. Se respira en su literatura una atmósfera de
disolución. Jean Cocteau, después de haber coqueteado un tiempo con el
dadaísmo, nos sale ahora con su Rappel a l'ordre.
Conviene esclarecer la
cuestión, hasta desvanecer el último equívoco. La empresa es difícil. Cuesta
trabajo entenderse sobre muchos puntos. Es frecuente la presencia de reflejos
de la decadencia en el arte de vanguardia, hasta cuando, superando el subjetivismo,
que a veces lo enferma, se propone metas realmente revolucionarias. Hidalgo,
ubicando a Lenin, en un poema de varias dimensiones, dice que los "senos
salomé" y la "peluca a la garconne"son los primeros pasos
hacia la socialización de la mujer. Y de esto no hay que sorprenderse. Existen
poetas que creen que el jazz-band es un heraldo de la revolución.
Por fortuna quedan en el
mundo artistas como Bernard Shaw, capaces de comprender que el «arte no ha sido
nunca grande, cuando no ha facilitado una iconografía para una religión viva; y
nunca ha sido completamente despreciable, sino cuando ha imitado la
iconografía, después de que la religión se había vuelto una superstición». Este
último camino parece ser el que varios artistas nuevos han tomado en la literatura
francesa y en otras. El porvenir se reirá de la bienaventurada estupidez con
que algunos críticos de su tiempo los llamaron «nuevos» y hasta
«revolucionarios».