Epílogo
[“Poema Pedagógico”, Antón Makarenko]
Han pasado siete años. En general, todo esto ha ocurrido hace ya tiempo.
Pero todavía ahora recuerdo bien hasta el último movimiento del día en que se marchó el tren que se llevaba a Gorki. Nuestras ideas y nuestros sentimientos tendían aún en pos del tren, los ojos de los muchachos refulgían aún con el cálido brillo de la despedida, y en mi alma le llegó el turno a una pequeña y “simple” operación. A lo largo del andén estaban formados los gorkianos y los comuneros, brillaban las cornetas de las dos bandas y las astas de las dos banderas. Junto al andén vecino se disponía a partir el tren local de Rizhov. Zhurbín se me acercó:
- ¿Pueden subir los gorkianos?
- Sí.
Junto a mí pasaron corriendo los colonos hacia los vagones, llevando las cornetas. Y nuestra vieja bandera, bordada de seda. Un minuto más tarde, en todas las ventanillas del tren aparecieron ramilletes de muchachas y muchachos, que me miraban entornando los ojos y gritaban:
- ¡Antón Semiónovich, venga a nuestro vagón!
- ¿Usted no viene? ¿Se marcha con los comuneros?
- ¿Y mañana a la colonia?
En aquel entonces yo era un hombre fuerte, y sonreí a los muchachos. Cuando se me acercó Zhurbín, le entregué la orden en que se decía que, a consecuencia de mi marcha de “vacaciones”, la dirección de la colonia le era confiada a él.
Zhurbín contempló, perplejo, la orden:
- Entonces, ¿es el fin?
- El fin -asentí yo.
- ¿Cómo...? -empezó a decir Zhurbín, pero el conductor le ensordeció con su silbato y Zhurbín no dijo nada, sacudió la mano y se fue, volviendo el rostro para que no le viesen desde las ventanillas de los vagones.
Partió el tren de cercanías. Los ramos de muchachos desfilaron ante mí como en una fiesta. Me gritaban: “Hasta la vista”, y en broma, alzaban los gorros con dos dedos. En la última ventanilla estaba Korotkov. Sonrió en silencio y me saludó.
Salí a la plaza. Los comuneros me esperaban formados. Di la voz de mando y, atravesando la ciudad, nos dirigimos hacia la comuna.
* * * * * *
No volví más a Kuriazh.
Desde entonces han transcurrido siete años soviéticos y esto es mucho más que si dijéramos siete años imperiales. Durante este tiempo, nuestro país ha recorrido el glorioso camino del primer Plan quinquenal y la mayor parte del segundo; durante este tiempo, el mundo ha aprendido a respetar la llanura oriental de Europa más que en los tres siglos de los Románov. Durante este tiempo, nuestros hombres han echado nuevos músculos y ha crecido nuestra nueva intelectualidad.
Mis gorkianos han crecido también. Se han dispersado por todo el mundo soviético, y para mí es difícil ahora congregarles aunque sea en la imaginación. Cuesta trabajo encontrar al ingeniero Zadórov, metido en una de las grandiosas construcciones del Turkmenistán; no es fácil concertar una entrevista con el médico del Ejército Especial del Extremo Oriente, Véshnev, o con el médico de Yaroslav, Burún. Hasta Nísinov y Zoreñ, con todo lo pequeños que eran, volaron de mi lado agitando las alas, sólo que ahora sus alas no son las de antes, no son las suaves alas de mi simpatía pedagógica, sino las alas aceradas de los aviones soviéticos. Tampoco se equivocaba Shelaputin al afirmar que sería aviador; también sigue la senda de los aviadores Shurka Zheveli, sin querer imitar a su hermano mayor, que ha elegido el destino de marino en el Ártico.
En su tiempo, los camaradas que visitaban la colonia solían preguntarme:
- Oiga usted, se dice que entre los niños desamparados hay muchos chicos de talento, con capacidad creadora... ¿Es verdad que hay entre ellos escritores o artistas?
Claro está que había entre nosotros artistas y escritores; sin ellos, ninguna colectividad puede existir; sin ellos, ni siquiera se podría hacer un periódico mural. Pero, al mismo tiempo, debo reconocer con tristeza que de los gorkianos no han salido ni escritores, ni artistas, y no por falta de talento, sino por otras causas: la vida los absorbió con sus exigencias prácticas e inmediatas.
Tampoco de Karabánov salió un agrónomo. Terminó los estudios en el Rabfak de Agronomía, pero no pasó al Instituto.
- ¡Que se vaya al cuerno la agricultura! -me dijo con decisión-. Yo no puedo vivir sin muchachos. ¡Y cuántos buenos chicos andan todavía haciendo el tonto por el mundo! Ya que usted, Antón Semiónovich, se dedicó a este trabajo, también yo puedo hacerlo.
Así entró Karabánov en la senda heroica de la educación socialista y no la ha traicionado hasta el día de hoy, aunque le ha tocado un sino más difícil que a cualquier otro asceta. Semión se casó con la muchacha de Chernígov, y les creció un chiquillo de tres años, tan fogoso como el padre y con los ojos tan negros como los de la madre. Y este hijo fue degollado en pleno día por uno de los educandos de Semión, un anormal enviado a su casa de “muchachos difíciles”, que había cometido ya más de una vez cosas semejantes. Pero ni siquiera después de eso vaciló Semión, y no abandonó nuestro frente, no gimió ni maldijo a nadie; sólo me escribió una breve carta, en la que no había tanto dolor como asombro.
Tampoco Matvéi Belujin llegó al Instituto. Inesperadamente, recibí de él esta carta:
Con toda intención, Antón Semiónovich, no le he hablado de esto; perdóneme usted, pero yo no tengo nada de ingeniero; por vocación, soy militar. Y actualmente me encuentro en una Escuela de Caballería. Claro está que me he conducido como un cerdo por haber abandonado el Rabfak. La cosa no ha salido bien. Pero usted escríbame una carta tan sólo; de lo contrario, no estaré tranquilo.
Cuando no están tranquilos hombres como Belujin, aún se puede vivir. Y se puede vivir todavía mucho tiempo si jefes como Belujin mandan los escuadrones soviéticos. Y aún más profundamente creí en ello cuando vino a verme Matvéi, luciendo ya sus distintivos de oficial, hecho un hombretón, alto, enérgico, fuerte: “todo un hombre”.
Y no sólo vino a verme Matvéi. También vinieron otros, sin que pudiera acostumbrarme a ver que ya eran hombres hechos y derechos, personas mayores: Osadchi, tecnólogo; Misha Ovcharenko, chófer; el hidrotécnico del Transcaspio, Oleg Ognev; la maestra Marusia Lévchenko; el ferroviario Soroka; el electricista Vólojov; el ajustador Korito; el contramaestre de una estación de máquinas y tractores Fedorenko; y los activistas del Partido Aliosha Vólkov, Denís Kudlati y Zhorka Vólkov, y Mark Sheinhaus, tan sensible como antes, pero con un auténtico carácter bolchevique, y otros muchos.
Sin embargo, he perdido a muchos durante estos siete años. En no sé qué mar caballuno se ha hundido y no responde Antón Brátchenko; en alguna parte han desaparecido el optimista Lápot, el buen zapatero Gud y el gran constructor Taraniets. No me apeno por ello, ni reprocho su olvido a esos muchachos. Nuestra vida está demasiado colmada, y no es necesario recordar siempre los caprichosos sentimientos de los padres y de los pedagogos. Además, “técnicamente” es imposible reunirlos a todos. ¡Cuántos muchachos y muchachas pasaron por la colonia Gorki, no nombrados aquí, pero igual de reales, igual de próximos y amigos! Desde la muerte de la antigua colectividad de la colonia Gorki, han transcurrido siete años, y todos estos años están llenos del mismo flujo turbulento de las filas juveniles, de su lucha, de sus derrotas y sus triunfos, y del brillo de los ojos conocidos y del juego de las sonrisas conocidas.
La colectividad de la comuna Dzerzhinski vive también ahora plenamente, y acerca de esta vida cabe escribir diez mil poemas.
En el País Soviético se escribirán muchos libros sobre la colectividad, porque la Unión Soviética ha pasado a ser, principalmente, un país de colectividades. Se escribirán, claro está, libros más inteligentes que los que escribieron mis amigos, los olímpicos, que definían así a la colectividad:
“La colectividad es un grupo de individuos que actúan de un modo coordinado y reaccionan conjuntamente ante unos u otros estímulos.”
Tan sólo cincuenta muchachos gorkianos llegaron un día brumoso de invierno a las bellas habitaciones de la comuna Dzerzhinski, pero llevaban consigo un conjunto de hallazgos, de tradiciones y de habilidades, un surtido completo de técnica colectiva, la joven técnica del hombre liberado del amo. Y sobre una base nueva y sana, rodeada de la solicitud de los chequistas y apoyada cada día por su energía, su cultura y su talento, la comuna se transformó en una colectividad de cegador encanto, de verdadera riqueza de trabajo, de alta cultura socialista, eliminando casi por completo el ridículo problema de la “corrección del hombre”.
Los siete años de la vida de los comuneros son también siete años de lucha, siete años de gran tensión.
Hace ya tiempo, mucho tiempo, que se olvidaron, se destrozaron y quemaron en las calderas los talleres de chapa de madera de Salomón Borísovich. Y el propio Salomón Borísovich fue sustituido por decenas de ingenieros, muchos de los cuales merecen ser citados junto a los más dignos de la Unión Soviética.
En el año 31, los comuneros construyeron su primera fábrica, una fábrica de instrumentos eléctricos. En una nave clara y espaciosa, adornada de flores y de retratos, ocuparon su puesto decenas de ingeniosísimos tornos. Ya no son calzones, ni camas de hierro lo que sale de las manos de los comuneros, sino máquinas esbeltas y complicadas, que tienen cientos de piezas, y en las que “alientan las integrales”.
Y el aliento de las integrales agita y emociona también a la sociedad de los comuneros, igual que hace poco tiempo aún nos emocionaban la remolacha, las vacas Simmenthal, los Vasili Vasilievich y los Molodiets.
Cuando salió del taller de montaje la gran taladradora marca FD-3 y fue colocada sobre el banco de pruebas, Vaska Alexéiev, convertido en hombre hacia ya mucho tiempo, dio al conmutador eléctrico y dos decenas de cabezas -ingenieros, comuneros, obreros- se inclinaron, inquietas, sobre su zumbido. El ingeniero jefe Gorbunov dijo angustiado:
- Chispea...
- ¡Chispea la maldita! -confirmó Vaska.
Ocultando su pena con una sonrisa, llevaron la taladradora al taller, dedicaron tres días a examinarla, a comprobarla, manejando radicales y logaritmos y revisando planos. Las puntas de los compases caminaban por los planos, los sensibles pulimentadores “Kehlenberg” limaban los últimos detalles, los dedos sensibles de los muchachos montaban las piezas más finas, mientras sus sensibles almas esperaban con inquietud la nueva prueba.
Tres días después, de nuevo se colocó la FD-3 en el banco de pruebas, de nuevo dos decenas de cabezas se inclinaron sobre ella y de nuevo el ingeniero jefe Gorbunov dijo angustiado:
- Chispea...
- ¡Chispea la miserable! -repitió Vaska Alexéiev.
- La norteamericana no chispeaba -recordó con envidia Gorbunov.
- No chispeaba -corroboró Vaska.
- Sí, no chispeaba -confirmó otro ingeniero más.
- ¡Claro está que no chispeaba! -repitieron a coro todos los muchachos, no sabiendo con quién enfadarse: si consigo mismo, con los tornos, con el sospechoso acero número cuatro, con las muchachas bobinadoras o con el ingeniero Gorbunov.
Y, de pronto, entre la muchedumbre juvenil se alzó de puntillas Timka Odariuk, mostró a todos su pecosa fisonomía de pelirrojo, y ocultando los ojos bajo sus párpados, enrojeció y dijo:
- La norteamericana chispeaba exactamente igual...
- ¿Tú cómo lo sabes?
- Me acuerdo de cuando la probamos. Y debe chispear, porque tiene un ventilador igual...
No se le hizo caso a Timka. De nuevo se llevó la taladradora al taller, de nuevo comenzaron a trabajar sobre ella los cerebros, los tornos y los nervios. La temperatura de la colectividad aumentaba visiblemente. La inquietud embargó los dormitorios, las aulas, el club.
En torno a Odariuk se congregó todo un grupo de partidarios.
- Claro, los nuestros, naturalmente, están acobardados, porque es su primera máquina, pero las norteamericanas chispean más aún.
- ¡No!
- ¡Chispean!
- ¡No!
- ¡Chispean!
Y, por fin, nuestros nervios no resistieron. Enviamos emisarios a Moscú, imploramos a los superiores.
- Dennos una “Black and Decker”.
Nos la dieron.
La máquina norteamericana fue traída a la comuna y colocada en el banco de pruebas. Ya no se inclinaban sobre el banco dos decenas de cabezas, sino el taller entero, trescientas inquietudes. Vaska, muy pálido, conectó la corriente. Los ingenieros contuvieron el aliento. Y, en medio del zumbido de la máquina, Odariuk exclamó con voz inesperadamente alta:
- ¿No os lo decía yo...?
Y en aquel momento se alzó sobre la comuna un suspiro de alivio que voló hacia los cielos, y en su lugar hubo un revoltijo de caras solemnes y sonrisas.
- ¡Timka decía la verdad!
Hace tiempo que hemos olvidado ese día emocionante, porque hace tiempo que fabricamos cincuenta máquinas diarias y hace tiempo que han dejado de chispear, porque, si bien Timka decía la verdad, había otra verdad en el respirar de la integral y en el ingeniero Gorbunov:
- ¡No debe chispear!
Nos olvidamos de todo eso, porque nos absorbieron nuevas preocupaciones y nuevos asuntos.
En 1932 se dijo en la comuna:
- ¡Haremos “Leicas” (1)!
Eso lo dijo un chequista, revolucionario y obrero, y no un ingeniero, ni un óptico, ni un constructor de aparatos fotográficos. Y otros chequistas, revolucionarios y bolcheviques, dijeron:
- ¡Que los comuneros hagan “Leicas”!
En aquel instante, los comuneros no se emocionaron:
- ¿”Leicas”? ¡Claro que haremos “Leicas”!
Pero cientos de personas -ingenieros, ópticos, constructores- respondieron:
- ¿”Leicas”? ¿Vosotros? ¡Ja, ja!...
Y comenzó una nueva lucha, una complicadísima operación soviética de las muchas que se llevaron a cabo durante esos años en nuestra patria. En esta lucha participaron miles de alientos distintos, de vuelos de ideas, de vuelos en aviones soviéticos, de planos, de experimentos, de silenciosas liturgias de laboratorio, de polvo de ladrillo de las construcciones y... de ataques reiterados, ataques insistentes, de embestidas, desesperadamente tenaces de las filas comuneras en los talleres, conmocionados por los reveses. Y, alrededor, los mismos suspiros de duda, los mismos ojos entornados tras los cristales de las gafas:
- ¿”Leicas”? ¿Esos niños? ¿Cristales con una exactitud de micrón? ¡Je, je!
Pero quinientos muchachos y muchachas se habían lanzado ya al mundo de los micrones, a la finísima telaraña de los exactísimos tornos, al delicadísimo ambiente de los desvíos técnicos admisibles, de las tolerancias, de las aberraciones esféricas y de las curvas ópticas y, riéndose, contemplaban a los chequistas.
- Nada, muchachos, no tengáis miedo -decían éstos.
En la comuna se construyó una bella y espléndida fábrica de aparatos FED (2) (tipo Leica), rodeada de flores, de asfalto, de surtidores. Hace días los comuneros depositaron sobre la mesa del Comisariado del Pueblo su máquina N° 10.000, una máquina impecable y elegante.
Muchas cosas han pasado ya y muchas cosas se han olvidado. Hace tiempo que yace en el olvido el heroísmo primitivo, el lenguaje del hampa y otras supervivencias. Cada primavera, el Rabfak de la fábrica envía a las instituciones de enseñanza superior a decenas de estudiantes, y muchas decenas de ellos están ya a punto de terminar los estudios: futuros ingenieros, médicos, historiadores, geólogos, pilotos, constructores de barcos, radiotelegrafistas, pedagogos, músicos, artistas, cantantes. Cada verano, estos intelectuales visitan a sus hermanos obreros -los torneros, los fundidores, los mecánicos de precisión-, y entonces comienza la marcha anual de verano. Estas marchas constituyen una nueva tradición. Las columnas de comuneros han recorrido muchos miles de kilómetros, de a seis en fila como antes, con la banda de música y la bandera por delante. Han recorrido el Volga, Crimea, el Cáucaso, Moscú, Odesa, las costas del Mar de Azov.
Pero también en la comuna, en las marchas de verano, en los días en que “chispea”, y en los días en que la vida de trabajo de los comuneros se desliza suavemente, sale a la terracilla un muchachito de cabeza redonda y ojos claros, alza la corneta al cielo y toca una breve señal: “reunión de jefes”. Y, lo mismo que en tiempos lejanos, los jefes se sientan junto a la pared, los curiosos permanecen en la puerta, los pequeños se acomodan en el suelo. Y con la misma sarcástica seriedad el secretario del Soviet de jefes dice al nuevo culpable:
- ¡Sal al centro!... ¡Ponte firme y explica cómo y por qué!
Y también ocurre, a veces, que se resisten algunos caracteres y, como una colmena, zumba, inquieta, la colectividad y se lanza al lugar del peligro. E igualmente de difícil y complicada continúa siendo la ciencia de la pedagogía.
Sin embargo, ya es más fácil. Está lejos, muy lejos, mi primer día gorkiano, lleno de vergüenza y de impotencia, y ahora me parece un cuadro muy pequeño en el estrecho cristal de un panorama de fiesta. Ya es más fácil. Ya en muchos lugares de la Unión Soviética se han anudado los fuertes lazos de una importante obra pedagógica, y el Partido descarga los últimos golpes sobre los últimos nidos de la infancia desmoralizada e infeliz.
Y tal vez se deje muy pronto de escribir en nuestro país “poemas pedagógicos” y se escriba un libro simple y práctico: “Método de la educación comunista”.
Járkov, 1925-1935.
Notas
(1).- Máquina fotográfica.
(2).- Marca de la fábrica de máquinas fotográficas, compuesta por las iniciales de Félix Edmúndovich Dzerzhinski.