SUMARIA REVISION HISTORICA
José Carlos Mariátegui. (1929)
La población del Imperio Inkaico, conforme a cálculos prudentes, no era menor de diez millones. Hay quienes la hacen subir a doce y aun a quince millones. La Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería. Los conquistadores españoles, por su escaso número, no podían imponer su dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la cual produjeron una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y económica de la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al exterminio de la raza indígena. El Virreinato estableció un régimen de brutal explotación. La codicia de los metales preciosos, orientó la actividad económica española hacia la explotación de las minas que, bajo los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala, en razón de no tener el oro y la plata sino aplicaciones ornamentales y de ignorar los indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo del hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y los "obrajes", un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que diezmó la población aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de servidumbre -como habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la explotación de las tierras conservando el carácter agrario del país- sino, en gran parte, a un estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y civilizadoras que asumieron ante el Rey de España la defensa de los indios.EI padre de Las Casas sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de Indias se inspiraron en propósitos de protección de los indios, reconociendo su organización típica en "comunidades". Pero, prácticamente, los indios continuaron a merced de una feudalidad despiadada que destruyó la sociedad y la economía inkaicas, sin sustituirlas con un orden capaz de organizar progresivamente la producción. La tendencia de los españoles a establecerse en la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes a tal punto que se carecía de brazos para el trabajo. El Virreinato quiso resolver este problema mediante la importación de esclavos negros, gente que resulto adecuada al clima y las fatigas de los valles o llanos cálidos de la Costa, e inaparente, en cambio, para el trabajo de las minas, situadas en la Sierra fría. El esclavo negro reforzó la dominación española que a pesar de la despoblación indígena, se habría sentido de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio, aunque sometido, hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico y a los oficios. El blanco se mezcló fácilmente con el negro, produciendo este mestizaje uno de los tipos de población costeña con características de mayor adhesión a lo español y mayor resistencia a lo indígena.
La Revolución de la Independencia no constituyó, como se sabe, un movimiento indígena. La promovieron y usufructuaron los criollos y aun los españoles de las colonias. Pero aprovechó el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos indios ilustrados como Pumacahua, tuvieron en su gestación parte importante. El programa liberal de la Revolución comprendía lógicamente la redención del indio, consecuencia automática de la aplicación de sus postulados igualitarios. Y, así, entre los primeros actos de la República, se contaron varias leyes y decretos favorables a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición de los trabajos gratuitos, etc.; pero no representando la revolución en el Perú el advenimiento de una nueva clase dirigente, todas estas disposiciones quedaron sólo escritas, faltas de gobernantes capaces de actuarlas. La aristocracia latifundista de la Colonia, dueña del poder, conservó intactos sus derechos feudales sobre la tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas las disposiciones aparentemente enderezadas a protegerlo, no han podido nada contra la feudalidad subsistente hasta hoy.
El Virreinato aparece menos culpable que la República. Al Virreinato le corresponde, originalmente, toda la responsabilidad de la miseria y la depresión de los indios. Pero, en ese tiempo inquisitorial, una gran voz cristiana, la de fray Bartolomé de Las Casas, defendió vibrantemente a los indios contra los métodos brutales de los colonizadores. No ha habido en la República un defensor tan eficaz y tan porfiado de la raza aborigen.
Mientras el Virreinato era un régimen medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra. Siente que "la vida viene de la tierra" y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente. La feudalidad criolla se ha comportado, a este respecto, más ávida y más duramente que la feudalidad española. En general, en el encomendero español había frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El encomendero criollo tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de conscripción vial, el régimen de las mitas.
La República, además, es responsable de haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la redención del indio se convirtió bajo la República, en una especulación demagógica de algunos caudillos. Los partidos criollos la inscribieron en su programa. Disminuyeron así en los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.
En la Sierra, la región habitada principalmente por los indios, subsiste apenas modificada en sus lineamientos, la más bárbara y omnipotente feudalidad. El dominio de la tierra coloca en manos de los gamonales, la suerte de la raza indígena, caída en un grado extremo de depresión y de ignorancia. Además de la agricultura, trabajada muy primitivamente, la Sierra peruana presenta otra actividad económica: la minería, casi totalmente en manos de dos grandes empresas norteamericanas. En las minas rige el salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula, la ley de accidentes de trabajo burlada. El sistema del "enganche", que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la suerte que les ofrecen las minas.
La propagación en el Perú de las ideas socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina. Este mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la literatura nacionales en los cuales se nota una creciente revalorización de las formas y asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un espíritu y una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista parece destinada a cumplir la misma función que la literatura "mujikista" en el período pre-revolucionario ruso. Los propios indios empiezan a dar señales de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre los diversos núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes distancias. Inició esta vinculación, la reunión periódica de congresos indígenas, patrocinada por el Gobierno, pero como el carácter de sus reivindicaciones se hizo pronto revolucionario, fue desnaturalizada luego con la exclusión de los elementos avanzados y la leva de representaciones apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la acción oficial. Por primera vez el Gobierno se ha visto obligado a aceptar y proclamar puntos de vista indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses del gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases dirigentes, es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra. Cada día se impone, con más evidencia, la convicción de que este problema no puede encontrar su solución en una fórmula humanitaria. No puede ser la consecuencia de un movimiento filantrópico. Los patronatos de caciques y de rábulas son una befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación Pro-Indígena son una voz que clama en el desierto. La Asociación Pro-Indígena no llegó en su tiempo a convertirse en un movimiento. Su acción se redujo gradualmente a la acción generosa, abnegada, nobilísima, personal de Pedro S. Zulen y Dora Mayer. Como experimento, el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para contrastar, para medir, la insensibilidad moral de una generación y de una época.
La solución del problema del indio tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los últimos años por el burocratismo, no representaban todavía un programa; pero sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios de las diversas regiones. A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su abatimiento. Un pueblo de cuatro millones de hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico.
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